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C’est juste une image

1 May

«Llegaba tarde al cine… compré la entrada y corrí hacia la sala de proyección… mientras el acomodador la cortaba, le pregunté; ¿ha empezado la película? No, sólo han salido los títulos de crédito, me contestó…». Joseph Sales.

En medio de las extensas e históricas llanuras de los títulos de crédito, donde tan a gusto placen históricos diseñadores como Saul Bass, Maurice Binder o Pablo Ferro, nos encontramos con la peculiaridad de aquellos ingeniosos capaces de saltarse la norma. Sabemos que el cine nació mudo en materiales (que no en esencia, siempre acompañaban el músico y sus contertulios sinfónicos) y por ello las películas se abastecían de la necesaria cartelería donde se sellaba todo lo indecible.

1942 fue el año en el que el portentoso Orson Welles decidió que la mutilada cinta The Magnificient Ambersons (El cuarto mandamiento) obviaría el grafismo para bastarse de las narraciones del locutor radiofónico. Ése no era otro que el legendario director, capaz de concluir la presentación refugiándose en la imagen de un micrófono como siempre supo hacer desde que cebó de terror a la población con los relatos de H.G. Wells.


Aproximadamente dos lustros más tarde, en 1951, el dramaturgo francés Sacha Guitry proseguía esta cuasi extinta estirpe de narradores en la secuencia introductoria de La Poison . «Me atrevería a decir que esto es una obra de teatro», decía al final de unos títulos enunciados por el propio Guitry que, por supuesto, tenían un afán más acorde a la formación teatral (cómica) de su autor que a una voluntad de ruptura. [Disculpen la no inclusión de la secuencia, inaudita en los mares cibernéticos].

Llegamos a 1963, fecha en la que Jean-Luc Godard decide otorgar a las palabras el valor que significan. En Le Mépris (El desprecio), el francés lee atonalmente, algo que también haría en el tráiler: «un hombre, una mujer, el desprecio, un Alfa Romeo». Si la cultura es la regla y el arte, la excepción, entonces parece claro dónde situar a Godard y sus títulos de este caro largometraje (para lo que solía gastar).


Su compañero de ola François Truffaut repetiría esta misma técnica en Inglaterra en 1966 al adaptar la obra de Bradbury Fahrenheit 451. En un mundo donde los libros se prohíben, emplear la palabra escrita sería contradecir la distopía que de forma tan interesante se nos planteaba. Sin embargo, el diseño de estos títulos por parte de Truffaut y la compañía Bowie Films Ltd. han sido objeto del natural envejecimiento: ¿quién diría que hoy una antena de televisión es un símbolo de la vanguardia tecnológica? Si desean recordar la célebre secuencia, pulsen aquí.

Por último, no puedo obviar un producto patrio, de extrema singularidad por el surrealismo que impregnan sus imágenes. Dos fantasmas parloteando ruso que se disponen a recorrer el Camino de Santiago. Pocos se atrevieron a producirle Finisterrae (2010) a Sergio Caballero  y los responsables de tal hazaña quisieron -resulta evidente- acogerse a todas las subvenciones posibles. Una de ellas les cedía una poco desdeñable cantidad si cierto porcentaje de la cinta se narraba en catalán. Con la película rodada en la lengua de Tarkovsky, no se les ocurrió otra cosa que concluir la obra esto: